El despilfarro alimentario podría definirse como la utilización excesiva y superflua de recursos destinados al consumo de las personas de manera inapropiada o no racional.
Las observaciones realizadas en el Panel de Cuantificación del desperdicio alimentario en hogares, difundido recientemente por el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (MAGRAMA), revelan que los hogares españoles desechan cada semana 25,5 millones de kilos de alimentos. El estudio indica además que 8 de cada 10 hogares tiran alimentos a la basura (sin procesar) por no considerarlos en buen estado. Y de la caracterización más actual de los residuos municipales se desprende que un 32% de los residuos que tiramos se corresponden con restos de alimentos. Así es la alarmante realidad.
Por su parte, el reciente estudio de la Comisión Europea titulado “Preparatory study on food waste across EU27”, estima que las pérdidas y desperdicio de alimentos alcanzan, aproximadamente, 89 millones de toneladas de alimentos al año (lo que supone una media de 179 kg por persona, es decir, medio kilo de comida diario). La iniciativa SAVE FOOD revela que los europeos tiran de media el 20% de la comida que compra, donde la mitad se corresponden con frutas, hortalizas y pan, seguidos de platos cocinados en casa y/o comida rápida (el 30% de la comida empaquetada se tira antes de ser abierta).
Además, a este despilfarro habría que añadir las cosechas que no llegan a los mercados o los descartes que se producen en la pesca. La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que, a nivel mundial, se pierde o desperdicia un tercio de la producción de los alimentos, concentrándose en los países más industrializados.
En resumen: el 42% de los desperdicios alimentarios proviene de los hogares (la mitad sería evitable), el 39% sale de los procesos de fabricación (la mayor parte inevitable), el 5% corresponde a la distribución, mientras que el 14% procede de los servicios de restauración y catering. Con este panorama, y si no se toman medidas preventivas, para 2020 los residuos alimentarios se podrían incrementar en un 40%.
La pobreza alimentaria consiste en no poder acceder a los alimentos, no porque no estén disponibles, sino porque no se pueden pagar. Más concretamente, el índice AROPE cuantifica este concepto al determinar si una persona puede permitirse al menos una comida de carne, pollo o pescado cada dos días. Según este índice, en 2014, el 3,3% de la población española se encontraba en esta situación (y donde CCAA como Canarias o Andalucía superaban los 7 y 5 puntos respectivamente), según datos del INE.
Según el cuarto informe sobre el Estado de la Pobreza en España, actualmente 12,8 millones de personas se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión, y 719.000 hogares no cuentan con miembros perceptores de ingresos, según datos de la EPA para el primer trimestre de 2016. Todo esto se traduce en que el 17% de los hogares españoles tiene muchas dificultades para llegar a fin de mes, lo que indicaría que, aparte de las propias limitaciones básicas al bienestar, podrían ver mermada su capacidad para satisfacer sus necesidades alimentarias, en mayor o menor medida.
El choque frontal de estos indicadores es brutal: existen familias que no tienen para comer, pero por otro lado tiramos comida a la basura. Parecería que se está produciendo comida que no llega a alcanzar su finalidad, ya que entre el 30 y el 50% no se consumiría (incluso algunos territorios como EEUU tendrían cubiertas sus necesidades alimentarias por cuadriplicado).
¿De dónde deriva realmente esta vergüenza? ¿Malos hábitos de consumo, superproducción o estrategia comercial? Para entenderlo, hagamos un repaso de todo el ciclo de vida de los alimentos.
La primera etapa
El primer eslabón de la cadena es la etapa de producción, de cara a identificar las causas por las que los productos susceptibles de ser aprovechados no llegan al consumidor final.
Las prácticas en la agricultura, ganadería o pesca priman unos cánones de calidad que, lejos de relacionarse con el sabor y el gusto, se ven mediatizados por criterios estéticos (forma, color, calibre o determinadas imperfecciones). Esto lleva directamente a unas mermas en origen que sobrepasan un tercio de la producción.
La agricultura sería responsable de desechar hasta el 20% de los productos. Pero es que el impacto ambiental que ello supone es monstruoso, ya que el 28% de las tierras agrícolas del planeta se destina a producir alimentos que después serán desechados. Esto no sólo produce un desequilibrio evidente en cuanto al malgasto de recursos (no sólo del propio producto, sino también de agua, u otros indirectos como mano de obra o transporte), sino que además, se está coartando el uso de esas tierras para otros usos optimizados.
En la pesca, donde por ejemplo en las prácticas de arrastre se tiraría la mitad de las capturas antes de descargarlas en puerto (sobreviviendo un 30-40% de ellas, es decir, un auténtico esquilme), se reconoce una merma (no vendidos) en lonja de únicamente un 3% de los productos.
No menos importante es la situación de la ganadería y su industria transformadora. En la UE se generan más de 20 millones de toneladas de desechos cárnicos al año, correspondiendo a España 1,6 millones generadas en mataderos y otras 350.000 en explotaciones ganaderas, según estimaciones del Ministerio de Agricultura. Cierto es que una parte importante de este volumen debe ser incinerado, no considerándolo estrictamente como despilfarro alimentario, aunque sí como un problema ambiental.
Y no debemos obviar otra parte de la cadena importante, que es la industria transformadora de las materias primas en otros productos comerciales. Aquí estarían conserveras, harineras o lácteas, sin olvidar a las envasadoras de bebidas, cuyas pérdidas contribuirían en gran medida al desperdicio global.
De media, se podría establecer que cada kilo de alimentos tiene un coste directo de unos 3 euros (aunque con rangos que podría ir de los 2,8 de la carne a los 0,5 € del pan), pero distintas aproximaciones realizadas hablan de que su coste total podría triplicarse al considerar todos los inputs pertinentes. Esto es lo que (económicamente) estamos perdiendo en esta etapa, pero aún hay más…
La distribución
En el sector de la distribución se complica el tema. Hasta 1.500 euros a la semana por la retirada de, al menos, un 2% de los productos que se comercializan en los lineales de un supermercado.
Un reciente informe del MAGRAMA identifica las fuentes de la problemática en tres puntos: los procesos logísticos, el etiquetado y el empaquetado de productos.
Según los datos que se manejan, el 44% de esos alimentos no son aptos para el consumo humano y se destruyen, alcanzando las 128.000 toneladas anuales y unas pérdidas económicas de casi 300 millones de euros en el conjunto de nuestro país. Al margen, estarían las donaciones realizadas (otro 32%) y los artículos aptos para consumo pero no donados (24%), que incrementarían las cifras anteriores.
Y estamos hablando de un sector muy optimizado y en el que es fundamental llevar un control milimétrico de los stocks, y donde prima la exposición y disposición permanente del producto, lo cual se ve influenciado por dos factores, como son la manipulación constante por parte de los clientes y el aprovisionamiento necesario para satisfacer esta estrategia, la cual deriva en la producción de material que ya no cumpliría con los estándares necesarios y que, por tanto, habría que retirar.
Hay que tener en cuenta que estos descartes estarían motivados, en parte, por las preferencias y el comportamiento de los clientes (¿o sería al revés?). Desde luego, parece claro que la concienciación y el criterio deberán imponerse en los hábitos de consumo. Debemos reaprender a hacer la compra.
Los hogares
En cuanto a los hogares, la mitad de los europeos indican que necesitarían una información más clara sobre “consumo preferente” y “fecha de caducidad” para minimizar el problema. Entonces, ¿se trataría de una cuestión de información?, ¿y qué peso le otorgamos a la concienciación?
La falta de tiempo, la ausencia de planificación, la estructura familiar o el tipo y ubicación de la residencia son algunos de los factores clave que nos hacen consumir de manera no idónea. Paralelamente, la influencia que sufrimos de parte del marketing, la publicidad, y en definitiva de las estrategias comerciales, hacen que el 72% de los hogares realicen su compra en la gran distribución y que se vean condicionados hacia un mayor consumo (y en muchos casos no organizado).
Además, en los entornos urbanos se han ido abandonando las tiendas de ultramarinos, donde se podían adquirir los artículos a granel, hacia otras tendencias donde incluso las frutas u hortalizas maduran en bandejas plásticas. Estamos condicionados por la caducidad del producto, packs ahorro u ofertas 3×2 que, en muchas ocasiones, suponen un gasto mayor al previsto y una generación de desperdicios innecesaria. Las familias, con el tiempo, han pasado de ajustar perfectamente la demanda diaria a convertirse en gestores a medio plazo, y las dificultades que ello supone inciden en la capacidad de controlar el despilfarro.
Y en otros entornos de consumo, como comedores escolares u hospitales por ejemplo, la situación se agudiza, alcanzando un 30% o más de desperdicio. Problemas como la propia elaboración de los menús, su dosificación o la presentación hacen que el rechazo sea muy alto.
Parece que casi todo está influenciado por la planificación que se realice, y desde luego así se puede comprobar. Meditando las necesidades de comidas y cantidades precisas, optando por prácticas como la congelación o la reutilización de ingredientes o productos para aprovecharlos antes de tirarlos serían cuestiones básicas a integrar.
El canal de la restauración
En cuanto a la restauración, el derroche que se produce habitualmente tiene dos orígenes. Por un lado, lo generado en la cocina y relacionado con la propia elaboración de los platos, pero también con la sobreproducción que puede darse por un dimensionamiento erróneo de la demanda del servicio. Por otro, lo resultante del servicio, donde los comensales podrían generar unas sobras en cantidad variable.
Según el estudio “Aprovechemos la comida: Una guía para la reducción del despilfarro alimentario en el sector de la hostelería, la restauración y el catering” de la UAB y Fundación Alicia, entre el 4 y el 10% de los alimentos comprados en los restaurantes acaba en la basura.
Se calcula que en cada restaurante español se tiran aproximadamente 3.000 euros de comida al año. La mayoría de las pérdidas estarían focalizadas en la falta de previsión y una mala gestión de las existencias, tal y como apunta la multinacional de bienes de consumo Unilever. De acuerdo a esto, sería relativamente sencillo implantar un plan de acción dirigido a mejorar la eficiencia del servicio y a la minimización de los residuos.
¿Y por qué no apostar decididamente por la tendencia, generalizada en Europa y ya practicada en algunas ciudades españolas, de que el cliente pueda llevarse a casa los alimentos no consumidos? El “doggy bag” puede tener cabida y no requiere de una compleja logística, sólo del sentido de la responsabilidad de unos y otros. En este sentido, un reciente proyecto de ley presentado en Cataluña propone la obligatoriedad de que los restaurantes ofrezcan fiambreras a sus clientes para que puedan llevarse a casa la comida que no consumen.
El otro lado de la cadena
Y al otro lado de la cadena de este esperpento se encuentra la parte más débil, la receptora potencial de parte de ese despilfarro en forma de entidades benéficas, ONG y otras asociaciones. Desde bancos de alimentos a comedores sociales o mercados solidarios, todo es poco para atender a la identificada pobreza alimentaria.
Su gestión parte del Fondo Español de Garantía Agraria (FEGA), quien designó el pasado año a dos organizaciones caritativas para distribuir los alimentos: la Federación Española de Bancos de Alimentos y la Cruz Roja. Éstas, a su vez, distribuyeron la comida entre 6.300 entidades de reparto, como parroquias y ayuntamientos, así como entre 2.850 entidades de consumo, como por ejemplo comedores sociales. En la actualidad, España cuenta con 55 bancos de alimentos y 45 comedores sociales.
En total, la industria aporta de forma solidaria 13.000 toneladas de alimentos al año. El 60% de ellos suelen ser productos envasados que están a punto de caducar, sobre todo de las secciones de charcutería, frutas, verduras, lácteos y dulces. Pero la donación cuenta con limitaciones que en ocasiones dificultan su gestión, como que el bajo coste de determinados productos no compensa el gasto del transporte hasta los puntos de recogida, o que la entidad receptora de las donaciones debe garantizar la cadena de frío.
Y a pesar de lo anterior, sigue siendo necesario sumar esfuerzos e iniciativas. Un ejemplo mediático importante lo constituyen organizaciones como la plataforma ReFED, que aglutina a diversas empresas y administraciones para reducir los residuos alimentarios en Estados Unidos. También el proyecto NOSHAN para reaprovechar nuestros desechos en la alimentación animal.
Un punto a favor, sin embargo, lo constata el hecho de que la solidaridad parece crecer en la sociedad, de modo que poco a poco, el problema del desperdicio de alimentos se está percibiendo y entendiendo como una batalla social, movilizando recursos e interés común.
Con el ánimo de seguir esta línea, el Parlamento Europeo propuso el 2014 como Año Europeo contra el Desperdicio de Alimentos, lo cual también ha servido para conocer que muchos españoles ignoran el problema, así como particularmente el significado de las etiquetas de los productos o la diferencia entre fecha de caducidad y fecha de consumo preferente.
El MAGRAMA ha publicado un estudio donde se cuantifican los alimentos sin procesar que se desechan por deterioro o caducidad y los alimentos cocinados o en recetas que se eliminan por sobrar o por deterioro en los hogares españoles. Formando parte de la estrategia “Más alimentos, menos desperdicio”, participan más de un centenar de agentes y sectores implicados en la cadena alimentaria.
Por su parte, en septiembre de 2015, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó los objetivos de desarrollo sostenible para 2030, que incluyen el de reducir a la mitad el desperdicio de alimentos por habitante correspondiente a los niveles de la venta al por menor y el consumidor y reducir la pérdida de alimentos a lo largo de las cadenas de producción y suministro. La UE y sus Estados miembros se han comprometido a cumplir este objetivo.
La propuesta europea para el fomento de la Economía Circular incluye medidas para reducir el despilfarro de alimentos, incluyendo una metodología de medición común, una indicación de fechas mejorada y herramientas que permitan alcanzar el objetivo de reducción a la mitad del desperdicio de alimentos antes del año 2030.
Y no olvidemos que una de las piedras angulares de la gestión de residuos es la solución a imprimir a la fracción orgánica de los residuos, sin resultados apreciables por el momento. Una de las respuestas se basaría en la prevención, de modo que se trabajase efectivamente sobre el origen del problema. A sabiendas de que la prevención es la hermana pobre de la política de residuos, debemos, al menos para este caso, extraer el despilfarro alimentario para darle otra dimensión e importancia, si cabe, ya que cobra especial relevancia en la ética y el sentido común de la sociedad actual.
Los mensajes desde la Administración deben ser claros, acordes y ágiles. Contamos con un programa específico para la prevención en la generación de residuos y con multitud de iniciativas con objetivos ineludibles. Pero se requiere más. ¿Por qué no una reglamentación valiente y necesaria?
Francia ya lo ha hecho. Italia y Reino Unido se preparan para ello. Precisamente en este último país el despilfarro en los hogares se ha reducido un 21% entre 2007 y 2012 gracias al trabajo conjunto entre los poderes públicos, las entidades privadas y los consumidores. Ejemplo a seguir.
[…] esta ocasión queremos traer a la actualidad un tema recurrente: el despilfarro alimentario (ya tratado también en nuestro apartado de […]
[…] estas páginas denunciamos con anterioridad el problema del despilfarro alimentario que, según estudios de la Comisión Europea, alcanzaría los 89 millones de toneladas anuales […]